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Alberto Goldenstein

EL OJO GOLDENSTEIN,

Roberto Echen, 2009

 

Desde luego.
Se trata de la mirada.
De una mirada que surge en un momento (y sigue emergiendo cada vez que se pone en juego), con la creación de un dispositivo que se llamó -finalmente- fotografía (aunque venía ya, desde hacía siglos, de la cámara oscura).
El dispositivo fotográfico crea -y requiere, al mismo tiempo- una mirada.
En verdad, muchas.
Me refiero -en este caso- a la mirada que aparece (aunque en este caso también serían muchas) en tanto ese dispositivo deviene una forma -una modalidad o, probablemente, un lenguaje- de arte.
Esa convergencia entre un dispositivo -diría una técnica, si no fuera porque la técnica está precisamente apareciendo en el instante en que esa convergencia tiene lugar, y se dispersa en una cantidad casi infinita de técnicas (casi tantas como encuentros entre cámara y ojo)- y un campo que lo preexistía, modifica tanto al arte-facto como al campo que -renuentemente- empieza a aceptarlo, y esto, desde el cuerpo -desde el ojo- de quien es atravesado por esas dos instancias para hacer aparecer la mirada.

Alberto Goldenstein se ha construido y constituido desde ese lugar (desde ese espacio incierto, que no tenía -hoy tal vez sí, tal vez- lugar, que no tenía un lugar en el campo del arte, que tenía que dar forma a ese espacio desde la construcción misma de esa mirada) produciendo un modo de mirar las cosas.
Destrivializando el mundo.

Esa fijación temporal de la que tanto se ha hablado y que sería lo constitutivo de la imagen fotográfica, produce, en el caso de Goldenstein una suspensión del tiempo del observador.
No sólo del tiempo.
En todo caso lo que parece abismarse es el mundo -el nuestro, el que estamos tan acostumbrados a no ver, a ya no ver- y que, desde que somos colocados en el otro lado -no simétrico- de la formación de la mirada (la que nos es propuesta por Goldenstein como invitación a construirla en ese espacio compartido) somos requeridos -empujados- a -primero- soportar la caída de ese mundo, el distanciamiento de lo que se ve como habitual y -al mismo tiempo- ya no puede verse desde lo habitual -desde la costumbre-; un leve corrimiento, un desplazamiento mínimo del centro (de nosotros como centro, o como punto de vista) para caer en la cuenta de que no hay un mundo.

Goldenstein fue a Melincué -en residencia- a mirar.
Y vió.
(Ver significa aquí la creación de un mundo, sobre las cenizas de ese que estaba allí y se acaba de destruir por la instauración de esa mirada que lo ve como por primera vez).
También fue al Tigre a mirar la selva que crece en el delta del Paraná.
Y, de nuevo, vio.

“Melincué y la selva” (título que el autor puso a la muestra) da cuenta de lo que para él se ve en una y en otra: “lo salvaje, lo virginal” que puede emerger de dos paisajes, dos ámbitos que podrían parecer tan opuestos o, por lo menos, tan diferentes.

No puedo evitar sentir (viendo esas imágenes) una especie de vulnerabilidad (que deviene mía), de desazón.

Roberto Echen, 2009