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Orgullo y Prejuicio, Arte en Argentina en los 90 y después, Francisco Lemus

Orgullo y Prejuicio, Arte en Argentina en los 90 y después, Francisco Lemus, 2023

Este cuarto capítulo de Orgullo y Prejuicio presenta la obra Alberto Goldenstein (Buenos Aires, 1951), una de las figuras fundamentales de la fotografía contemporánea en Argentina, quien surgió dentro del grupo de artistas asociados al Centro Cultural Rojas a fines de la década de los ochenta. Su novedosa aproximación al medio —el desarrollo de una estética basada en la instantánea—, la plasticidad en el uso del color y su acento en el «mirar» capturando lo cotidiano (“Poner al ojo del espectador en el lugar donde está mi ojo”), convierten el lente de su cámara en la extensión de su subjetividad.

Goldenstein ha sido influyente en el desarrollo de la fotografía contemporánea argentina por su rol sostenido durante décadas como curador de la fotogalería del Rojas y maestro de generaciones jóvenes. En 2018 el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires realizó una consagratoria muestra retrospectiva de su obra, con curaduría de Carla Barbero. Su obra forma parte de las colecciones de fotografía del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, Museo Castagnino de Rosario, MALBA y de colecciones privadas en Argentina y el exterior.

A comienzos de los ochenta, Alberto Goldenstein abandonó un trabajo redituable en un banco y siguió su deseo. Tenía treinta años. Ganó una beca y se fue a estudiar a la New England School of Photography de Boston. Aprovechó al máximo esa experiencia. En la escuela algunos seminarios estaban a cargo de fotógrafos prestigiosos, pero estos no le dejaron una marca. Barry Kiperman, un fotógrafo editorial y pintor fue quien le enseñó a pensar la fotografía en los términos del arte. A través de Linda Mahoney, retratista, conoció la obra de Robert Frank. En una de sus clases, ella proyectó el ensayo Los americanos, mientras leía un poema de Ginsberg que dice: “América deja de presionar, sé lo que estoy haciendo”.

En esa ciudad gélida, decidió cómo iba a mirar. Al volver a Buenos Aires, se generó un contraste. La ciudad experimentaba la vuelta de la democracia, a los fotógrafos les interesaba observar la vida pública, la política. Alberto se sentía sapo de otro pozo, y así supo qué iba a mirar. Él piensa lo fotográfico como una materia, no necesita de poses, ni símbolos elevados, puede prescindir de la acción de las personas. Imagina la fotografía como un cuerpo vivo, sin forma, ni identidad, que se alimenta de cualquier cosa: un conjunto de monoblocks, una taza de té, una alfombra, una textura, un fragmento de la Casa Rosada, un amigo en un boliche, un abrazo, la obra de otro.

Alberto produjo una escisión en la fotografía argentina. Fugó del estilo, de los temas que suelen calar profundo en nuestro país y se propuso concebir la fotografía de la manera más común posible. Puede ser un flâneur detallista o el fotógrafo de la familia. No hay una marca de autor: es muchos al mismo tiempo. En la biblioteca de su estudio podés encontrar libros de fotógrafos populares, estadounidenses, ninguna rareza. Por ejemplo, las celebridades de Avedon conviven con los suburbios de Eggleston, los departamentos silenciosos de David Hopper se integran a los rostros de piel surcada de Walker Evans. Este tipo de afinidad electiva lo vinculó al arte y lo alejó para siempre del oficio.

En 1995, comenzó a dirigir la Fotogalería ubicada en la planta alta del edificio del Centro Cultural Rojas (las imágenes de los noventa se abrieron camino en el Once). A partir de ahí, la apuesta no fue solitaria, su curiosidad se desplegó en los jóvenes que invitó a exponer y, sobre todo, en las clínicas. La fotografía comenzó a cobrar relevancia más allá del documentalismo, alcanzó una vecindad con el arte contemporáneo de la que antes no gozaba en nuestro medio.

Es un fotógrafo que prefiere romper las composiciones, hacer un uso desviado de la cámara. Algunas fotografías pertenecen a la era analógica, otras, las más recientes, las saca con el celular. El mundo del arte, la serie de fotos tomadas a los amigos, a las personas que estaban ahí construyendo una escena, divirtiéndose, despidiendo a sus amantes enfermos de sida, fue hecha con una cámara de bolsillo. El visor directo de este tipo de cámaras le impedía encuadrar al igual que con una réflex, pero tampoco quería hacer fotos familiares. Un problema parecido resolvieron sus amigos: tengo esta palangana, esta cajita, esta maderita, quiero alejarla de su entorno doméstico sin que pierda del todo su gracia. Así se hace el arte, parece simple, pero es difícil.

Como fotógrafo, también como curador, siempre elige moverse en la incomodidad. Es poco comprendido por su gremio de base, otras veces no encaja en los deseos de las instituciones del arte. Cuando se cansa de las fotos desprolijas, se sube a una escalera y encuadra de manera perfecta un monumento perdido en la ciudad. Huye de todo, también de la melancolía. A veces nos confunde. El mismo autor que retrata una estatua neoclásica, se detiene en la esquina de Corrientes y Pueyrredón y dispara la cámara en esa intersección donde se extravió el diseño entre carteles que se pelean. Más de una vez, invitó a exponer a fotógrafos que resultaban artificiales para el ojo documental. Alberto es como todos, se define según quien tiene enfrente, pero sube la apuesta. Esta posición hace que evada las categorías, que su gusto sea realmente abierto.

Las fotografías de Alberto Goldenstein tienen algo cercano, cualquier otra persona podría hacerlas, son imágenes abiertas, nunca se cierran como una “gran obra”. En la insistencia en correrse de todo gesto anticuado, hay una enseñanza que muchos saben aprovechar. Sin proponérselo, se convirtió en un maestro.