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Alberto Goldenstein

Americanas, por Cecilia Pavón, 2013
 

El día que Alberto me citó para mostrarme sus fotos de América, antes de despedirnos me dijo: “En el mundo no hace falta una solo foto más”. Esa misma noche soñé que él iba a curar ¡una muestra mía! Íbamos caminando por un desierto y veíamos un cráneo de vaca, o de antílope — no sé– y él me decía: esto lo ponemos en la muestra. Yo le decía, no, no, y él, sí, sí, esto lo tenemos que poner. Y agarraba el cráneo.

Ya pasaron algunas semanas desde que tuve ese sueño y fue tan intenso que sigo pensando en él. Las fotos de Alberto son como huesos, me digo. Huesos de alguna cosa, o algún mundo, que aunque esté hecho de vidrieras, autos, zapatillas, caras de humanos, tiendas y rascacielos está en el medio del desierto. ¿Huesos de una emoción? ¿Cómo podría algo tan gaseoso como una emoción transformarse en algo concreto y duro como un hueso (como una fotografía)? ¿Todas las emociones fueron arrojadas al desierto y están ahí, esperando a que algún fotógrafo las vea? ¿Y todos los fotógrafos tienen la capacidad de fotografiar los huesos del mundo, los huesos de América?

(En realidad, todas las ciudades se alzan en medio del desierto. Y todos los fotógrafos van con su cámara a cuestas, como cowboys, atravesando el desierto.)

Los días que siguieron a mi primer encuentro con la serie de “Americanas” noté que Buenos Aires ya no era la misma ciudad para mí. Ver esas imágenes me había transformado. Ahora detrás del desorden, del ruido, del caos, veía el desierto, el vacío, la nada. Como si las imágenes de Alberto no fueran documentos del esplendor de la vida en las ciudades y su cultura sino recuerdos del vacío que las precede o que está por venir.

Como si su fotografía no fuera documental sino metafísica. Como si el apocalipsis estuviera siempre merodeando alrededor del urbanismo recreando el momento en que los seres humanos no habían desplegado en el mundo el secreto que habita sus mentes.

El arte siempre debería transformarnos, pero la velocidad de la época, a veces, nos lo hace olvidar. El espíritu de los tiempos ordena que cada acto de la vida de un individuo sea revelado a su prójimo de manera casi instantánea; que cada objeto producido material o inmaterial sea mostrado y vendido lo antes posible. Pero esa revelación, ese comercio, no modifican a nadie. Y en general, las cientos de miles de muestras que se inauguran cada día en las ciudades de la Tierra, modifican a muy pocas personas; sus vidas al salir de una galería de arte siguen igual. Alguna vez creímos que el arte a través de la transformación nos liberaría, pero el arte contemporáneo cargado de proyectos, parece alejarnos cada vez más dela libertad.

Sin proponérselo, Alberto Goldenstein, inventó un procedimiento para ir en contra de la época. Gran parte de las fotos que ahora están colgadas en las paredes de esta galería estuvieron mucho tiempo (décadas o la mitad de una vida) guardadas en una caja cerrada. Hicieron el camino inverso al de la mayoría de las imágenes que se producen frenéticamente en el mundo de hoy: en vez de exhibirlas su autor las ocultó, las sustrajo de las vista, las ignoró. Ni siquiera las miró él, esperó hasta que la intuición, (algo también muy poco contemporáneo) le dijera que debía enfrentarse a ellas. Después, impulsado por algo igual de misterioso las mezcló con otras imágenes y las mostró. En las manos de Alberto Goldenstein, una cámara de fotos y un marco fueron siempre herramientas para practicar un ritual de transformación. Al llegar hasta nosotros después de ese largo proceso, estas fotografías, vienen inevitablemente marcadas por el reino del secreto. ¿Cuántos de los que hoy se llaman artistas se atreven a ingresar a ese reino?

Cecilia Pavón, 2013