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Alberto Goldenstein

Daniel Molina sobre Flaneur, 2004
 

 

Flâneur
Existe el amor perfecto. Solo dura un instante, pero tiene la intensidad de lo eterno. Es pura imagen. Sin densidad, sin memoria, sin futuro.
Ese amor surge de nosotros frente a la belleza, cuando ésta aparece de golpe en medio de la multitud anónima.
Es una belleza que no resiste más que una única mirada. Su destino es desvanecerse entre el gentío. Perdido para siempre, diluido en el mismo momento en que se lo conoce, el amor perfecto nunca se rebajar a ser mera concreción. El paseante que vaga sin objetivo es el amante ideal: no tiene proyecto ni otro motivo que su total disposición para lo que aparezca. Y aparecer es la forma en que se manifiesta la belleza.
Llevado por su pura disposición, el que vagabundea intuye, en cada recoveco de la ciudad, la imagen incandescente. Paseo en trance, esta muestra de Alberto Goldenstein es una puesta en imagen de esos momentos irrepetibles en los que la mirada ve las formas puras. El goce de la belleza antes del sentido.
“Se la belleza y cállate”, dice un verso de Baudelaire. El tono de la voz o el ansia interpretativa del discurso se llevan mal con la imagen. Goldenstein lo sabe. La suya es una de las pocas obras fotográficas que hoy no vienen acompañadas de una teoría que las sostenga.
Sus imágenes no dicen nada, no cuentan ninguna historia, no ilustran ni documentan, y sobre todo no proponen ninguna causa. Obras puras. Son bellas y callan.

El ojo estructura el universo. Ver no es una recepción pasiva. Ver es ya hacer poesía. Esto lo saben muy bien los niños. Por eso dibujan esas abstracciones incomprensibles que nuestra mirada normalizada rechaza.
Un niño dibuja y nos muestra lo que hizo. Se trata de una mancha marrón surcada por un par de trazos verdes. En un costado hay una línea curva roja y dos redondeles amarillos. Nos extienden el papel para que lo veamos de cerca y nos dicen: “este es el oso bueno y esta la morsa malvada”. El ojo del poeta crea el mundo. Ese relato con el que los niños presentan sus dibujos es un juego sabio. Ellos saben que en la construcción visual del mundo caben todas las potencialidades.
De la misma forma que el arte alegre de los niños, el mundo que crean estas fotos de Alberto Goldenstein no pertenece al reino de la ficción sino al del saber. Pero es un saber que no requiere del razonamiento. Es un juego. Un placer. Un enamoramiento.

Eugene Atget siempre quiso ser pintor, pero se sabía incapaz de esa maestría manual que él considera imprescindible para un artista. Después de todo era un hombre del siglo XIX, ese último momento en la historia del arte en el que el toque artesanal seguía siendo esencial.
Poco después de cumplir 40 años, Atget prefirió dedicarse a algo que le parecía propio para alguien que no sabía pintar: la fotografía. Durante tres décadas solo hizo una cosa: fotografiar sistemáticamente su ciudad, Paris.
El proyecto de Atget era no tener proyecto. Aunque dejo una de las colecciones de fotografía más exhaustivas sobre una ciudad, nunca pensó en hacer un ensayo fotográfico.
Veía lo que nadie veía porque tenía una mirada enamorada. Una mirada sin proyecto. El recorrido de Alberto Goldenstein por Buenos Aires dialoga con Atget. Lo cita sin citarlo. Es también un vagabundeo al azar del placer. Ese vagar sin proyecto no es una ingenuidad ni la espera de una revelación mágica. Es un saber que nace del goce. Sin sentido, sin proyecto.

La foto de la fuente de Las Nereidas fue tomada después de varios años de vagar por allí y de esperar el momento en que la luz entregara ese secreto.
Para captar esta foto el diafragma estuvo abierto apenas centésimas de segundo, pero la toma necesitó casi ochocientos días de espera. El vagabundeo de Goldenstein, como el de Atget, es fotografía zen.

Daniel Molina.