Notice: Undefined index: HTTP_ACCEPT_LANGUAGE in /home/albertogoldenstein.com/public_html/inc/functionsPolenta.php on line 152

Warning: arsort() expects parameter 1 to be array, null given in /home/albertogoldenstein.com/public_html/inc/functionsPolenta.php on line 132

Notice: Undefined offset: 0 in /home/albertogoldenstein.com/public_html/inc/functionsPolenta.php on line 157
Alberto Goldenstein

El profeta mudo, por María Gainza. “Goldenstein”, colección Los Sentidos, Editorial Adriana Hidalgo, 2017

 

La sala está oscura. 

salvo por la luminosidad de un rectángulo 

que se recorta sobre la pared. 

El Chak Chak del carrusel de diapositivas se escucha

Cada vez que alguien lo hace avanzar. 

 

Chak Chak La mayoría de los artistas encuentran su vocación cuando los propios talentos con los que han llegado al mundo se desplomen frente a una obra de arte. La mayoría de los artistas son convertidos al arte por el arte mismo. A Alberto Goldenstein en cambio, lo despenó una voz A los veinte años era un pibe común y silvestre: encerrado en su vaina, tímido, poco viajado, social-mente torpe, emocionalmente inmaduro. Estudiaba economía y trabajaba en una financiera donde la mayor parte del tiempo sentía que le vida era eso; pasaba ahí afuera mientras él firmaba recibos. Un día de 1979, en un impulso, se compró una cámara Raes y se fue tres meses a Europa solo; hizo el circuito turístico habitual y volvió con decenas de cajas de diapositivas.

Chak Chak Los sábados a la tarde su mamá invitaba a un grupo de señoras a tomar el té, un té sin masas porque cuidaba, la figura. Se volvió una rutina que Alberto pasara durante esos encuentros las fotos de su viaje. Uno puede viajar con la merme sin moverse del sillón, corría la voz en el barrio. Un día, como favor, una amiga le preguntó si se animaba a llevar el show de diapositivas a su casa; quería mostrarle las fotos a su padre, un pintor búlgaro que estaba postrado en una silla desde hacía años. No hablaba con nadie, ya nada le interesaba. Alberto llegó una carde lluviosa, instaló la pantalla portátil en el living de la casa, colocó sobre una pila de libros el proyector Hanimex, oscureció la habitación y, durante una hora, se dedicó a girar el carrusel. No volaba una mosca, salvo por el humito del proyector que se recalentaba.

Chak Chak Ahí estaba el Gran Tour popularizado por los viajeros ingleses —Roma, Madrid, París, Londres, Amsterdam—, pero no los monumentos expoliados por las guías turísticas ni los grandes accidentes geográficos, sino más bien cosas comunes. Unas velas encendidas vaya uno a saber dónde, unos tulipanes cultivados en parterres, una escultura anónima en un pasillo, fotografías que parecían decir que las cosas normales no son normales para nada; las imágenes poseen la Sena carismática de lo común. Al terminar la sesión, el viejo hizo un gesto con su mano encogida por la artrosis y Alberto entendió que debía arrimarse. Puso su nido cerca de la loca del hombre, y cuando este por fin habló, pronunció las palabras arrastrando las erres como un viejo actor de melodrama mitteleuropeo, “Debería… usted… hacer algo… con esto”.

Chak Chak ¿Qué hacer? Adónde ir? El personaje medular en la vida de Alberto era su abuela paterna, Clara Kinn., una mujer dura que a comienzos del siglo XX huyó de su opresivo pueblo rumano para asistir a la universidad vestida de hombre. Acorralada por la guerra, en los años treinta, un vapor que era una réplica exacta del mítico S. S. Wesser la depositó en la costa argentina. Clara contactó a unos parientes en la provincia de Río Negro, y ahí, en la Colonia de General Roca, un asentamiento de rusas originalmente emigrados de los pogromos del zarismo, se estableció junto a su marido. Amó su nuevo país con la vehemencia de la segunda generación de inmigrantes. y esa vida de búsqueda, de no aceptación de los mandatos, fue lo que ella le transmitió a Alberto. Algunas cosas pasan mejor de abuela a nieto que de madre a hijo.

Chak Chak Los treinta se adivinaban en el horizonte cuando Alberto renunció a la financiera y, con un amigo, armó una empresa de importación de material fotográfico Polaroid que lo llevó a viajar pe Estados Unidos. Durante su estadía norteamericana empezó a barajar la idea de instalarse una temporada en ese país. No lo pensó demasiado, no era su modo de hacer las cosas. Vendió su departamento porteño y se mudó a Boston. No sabía qué iba a hacer. “Me dejé llevar por el viento o por las señales que el viento traía”, diría mucho después.

Cbak chak Estados Unidos, 1979. En la coma oeste, la población le teme al Santa Ana, un viento persistente que levanta tormentas de arena resecando las colinas y los nervios. Ahí donde sopla el Santa Ana, como el Siroco del Mediterráneo o el Mistral de Francia, los médicos oyen historias de náuseas, dispepsia y depresión. Del orna lado, en la costa este, un accidente nivel cinco en la planta nuclear de Three Mile Island no augura nada bueno. La crisis del petróleo y el discurso del malestar del presidente Jimmy Carter tampoco ayudan.

“El mundo se está quedando sin combustible, piensa Rabbit Angunom al comienzo de Conejo es rico, novela que John Updike sitúa en el verano de 1979. Boston, en cambio, fue siempre insular con respecto al resto del país. Ese año, en el Amandla Festival, en el Harvard Stadium, tocaban Bob Marley y los Wailers en apoyo a la liberación de Sudáfrica y al cese del racismo. Es verdad que Woodstock como idea política, como causa espiritual, como narrativa romántica, había quedado atrás; a lo sumo era una taquigrafía usada por periodistas para hacer referencia a cualquier reunión décontractée, pero de tanto en tanto aún se veía algún hippie resacoso deambulando por las calles de South End. Albero sintió atracción inmediata hacia esos espíritus aferrados a sus poleras y patas de elefante. Estos hippies ya no fumaban tanto como sus mayores, peno su fuego interno aún seguía ardiendo, y cuando en una trasnoche Alberto les contó que queda dedicarse a la fotografía, uno de ellos le dijo: Dudé, chirle kg; que él tradujo como “sube la vara, hermano”. Eran hippies de comienzos de los años ochenta, una combinación de flower powery espíritu empresarial.

Chak Chak Se anotó en le New England School of Photography (N.O y. durante la primera semana de Introducción a la Historia de la Fotografía, se le voló la cabeza. Pensó: “Yo quiero ser artista fotógrafo”. Así como otro dice: “Yo quiero ser contador público”. No sabía bien qué quería decir en la práctica ser “artista fotógrafo”. Sólo sabía que tenía que ser algo más radical. Cambió físicamente: trabajaba de cajero en el mercado naturista de Harvard, pero des-cuidaba su cuerpo; no tenía paciencia para alimentarse, había cosas más importantes en qué pensar. No se sentía pobre si bien no nadaba en dinero; tenía la sensación de que si le faltaba, siempre podría conseguirlo. Era joven aún.

Chak Chak Jamás pensó en quedarse a vivir, estaba de paso, tomándose una licencia indefinida del lugar de donde venía, sin ganas de pensar en el futuro. Sentado en un montón de departamentos alquilados. con un ligero dolor de abeto a las cinco de la mañana, dedicándose a mirar cómo se iluminaba el cielo, volviendo a su nasa a través de la planicie monocorde de Kendall Street, sorprendido porque las sillas de The Blue Room estaban húmedas (si había llovido durante la noche, no lo había notado), fue aquel año cuando Alberto descubrió que lo que vemos es lo que somos.

Chak Chak En Nesop tenía un maestro. Barry Kiperman; bajo, peladito, llevaba siempre traje y un attaché donde guardaba una banana. SI lo veías en una fiesta no dabas un mango por ese hombre, pena, frente a una clase, era un revolucionario. Fue él quien le mostró a Alieno qué era ser un artista fotógrafo. Kiperman había sido discípulo de Walken Evans, el non plus ultra de la fotografía norteamericana; de él había aprendido la idea del enigma que ahora les transmitía a sus alumnos: en la fotografía, se juega un misterio que tiene que ver con las decisiones y la audacia. No es la técnica lo que interesa, sino la pulseado con el lenguaje: aquel que calza con la ecuación que uno es. Cómo un artista presiona, modifica, mete las manos en la masa con cualquier tema, eso es lo que cuenca.

Chak Chak A veces, uno aprende de los lugar, más insospechados. En su segundo mes en Nesop, se organizó una visita a una galería de arte con la idea de ver copias originales de Ansel Adams. Eran las fotografías del Parque Nacional de Yosemite que Alberto había visto trillones de veces en libros, pero nunca en vivo, y aunque no le gustaba Adams especialmente, sus luces y sombras lo empalagaban; cuando tuvo las copias en las manos, deseó alcanzar esa misma riqueza visual, el efecto 3D. Alberto entablaría otra batalla con la fotografía, pero se llevaría esa sensación adentro.

Chak Chak Encontrar la voz no. vaciarse de las palabras de los otro, sino adoptar y abrazar filiaciones, comunidad., discursos. Cualquier artista sabe esto, no importa cuánto intente esconder ese saber. Nelson Algren invitó una vez a Norman Mallar a una clase de escritura en Chicago. Uno de sus alumnos leyó un cuento. “¿Por qué le prestaste tanta atención?”, le preguntó Mailer a Algren. “Sólo estaba copiando. Era un Hemingway de cuarta, Y Algren, que era más grande y sabía más, le dijo: “Estas chicos están mejor si siguen a un escritor y empiezan a imitarlo. Si son buenos, tarde o temprano, se liberarán de la influencia. Pero antes tienen que atarse a alguien”. Alberto se prueba distintos sombreros. Aquellas primeras fotografías bostonianas son un tejido de citas, referencias, ecos, una vasta imagen estereofónica. En las fotos en blanco y negro que tomó por esos años hay algunas que recuerdan a Walker Evans, a Eugéne Atget, a Berenice Miaus. Alberto los mete a todos en el mismo saco y lo agita fuertemente, pero siempre saca algo más de turista accidental.

Chak Chak Un día Alberto presentó en dase unas fotos de vidrieras de la ciudad. No eran vidrieras elegantes de la victoriana-Newbury Street o del seis-socrático Bacon Hill, sino tiendas donde lo kitsch y lo trash convivían como primos hermanos: bustos de Deis, perritos caniches, escamas de la Libertad, vestidos de novia demodées.

—¿Te gustan?, le preguntó Kiperman.
—No sé.
—¿No te gustaría que tus compañeros saltaran al ver tus fotos?
—No sé.
—y para qué venís entonces?
—No sé.
Esa tarde Alberto sintió que fuera lo que fuera que había ido a buscar ya estaba.
Lo fue a ver a Kiperman y lo encontró en el laboratorio de la universidad.
—Dejo la escuela, le dijo.
—Youll do good, le dijo el maestro.

Chak Chak No es posible volver a uno mismo sin haber ido ames a alguna parte. Volvió a su país, y cuando preguntó por un cuarto oscuro donde revelar su material, le sugirieron que visitara el Foco Club Buenos Aires. El negativo es la partitura y la copia es la ejecución, dicen los fotógrafos. Le habilitaron un laboratorio porque venía del extranjero y generaba curiosidad. y lo invitaron a sumarse a las reuniones nocturnas, una suerte de clínica de foros en tiempos criando la palabra laica sólo remitía a salud. Pero las fotos de Alberto para los estándares de un fotoclub porteño eran un compendio de todo lo que no había que hacer. Ellos tenían reglas que Alberto desconocía, en principio porque no le interesaban. Ese hombre era la manzana podrida en el cajón, y a la segunda reunión, le pidieron que no volviera.

Chak Chak Empezó a trabajar en un Iocal de posters en la calle Florida. Las bateas del lugar apretaban láminas salidas de la cultura popular: el arcoíris y el prisma de El lado oscuro de la luna de Pink Floyd, el camino amarillo y los zapatos rojos de El mago de Os, el submarino amarillo de los Beatles. Eran un encontronazo estético difícil de empardar aunque ahora suene naif. Puede que eras imágenes lo llevaran a Alberto a flirtear con la idea del color. Se lo tomó como un desafío: hacer algo visualmente provocativo, pero que no modificara el color con el que ataban pintadas las cosas; no quería hacer un libro kodak ni caer en las banalidades de la fotografía publicitaria. Por esa misma época conoció a Alfredo Londaibere, un pintor que lo introdujo en su círculo de artistas plásticos. Alberto era el único fotógrafo en el grupo y a ellos les explicaba lo que buscaba: un efecto visual, un cruce entre lo abstracto y lo documental, un diseño, una foto como construcción plástica. Algunos lo miraban con recelo; otros entendían. Un día caminaban par Avenida Corrientes cuando, a la altura del Obelisco, Londaibere se paró a saludar a un tipo vestido íntegramente de blanco con el pelo largo hasta los hombros; era Jorge Gumier Maier, artista y figuro curador gurú del Centro Cultural Rojas. Albero le mostró sus fotos. Vos sos el fotógrafo moderno de Buenos Aires, le dijo Gumier Maier. Era 1989.

Chak Chak Alberto trabaja en Casa López vendiéndoles con su inglés fluido camperas de cuero a los extranjeros. Tiene muy claro que no quiere trabajar de fotógrafo.

Chak Chak Es 1990. Alberto ha entrado en la adultez, vale aclarar que, honrando la alegoría del ser creador que vive al margen del tiempo y del espacio, los artistas abandonan la adolescencia recién promediando los cuarenta). Dado que es un hombre grande, desde ahora lo llamaremos por su apellido. Goldenstein empieza un taller de fotografía en el Centro Cultural Ricardo Rojas: no era un gesto de generosidad ni una necesidad económica; lo que queria era crear interlocutores, necesitaba con urgencia alguien con quien hablar. También lo pensaba como un desafío político, y por esa razón, aceptó, un poco después, ser el curador de la fotogalería del centro cultural. En el pasillo angosto que le asignaron creó un nicho para mostrar tanto a artistas jóvenes -fuera-del-canon como a históricos-clásicos. Su meta era generar un espacio para la fotografía en Buenos Aires, un lugar donde poner en juego imágenes que, en este país, a esta altura, parecían prohibidas: fotografías que dieran lugar al accidente, la seducción, la historia reversionada. No quería una galería “loca”. Lo que quería era demostrar que hacer fotos no era la salida fácil para un pintor mediocre. Se propuso subir la vara, hace que la fotografié les interesara a los plásticos: para entonces ya sabía cómo ponerlos nerviosos.

Chak Chak Buenos Aires, 2001. Todo se desmorona, el centro cultural ya no sostiene.
Goldenstein se pregunta cómo ganar algo de dinero en medio de la crisis. Una medianoche, dando vueltas en la cama, se le aparece la imagen de Mar del Plata. Primero es un pálpito vago, luego una certeza: esa ciudad costera de su niñez como el símbolo de la ilusión aristocrática de nuestra Saint-Tropez en el pantano. A las 1.30 Goldenstein está en la estación de Retiro, compra un pasaje y, una hora más tarde, viaja en el Rápido Argentino.

El relato recuerda a Un recorrido por los monumentos de Passaic, un texto de Robert Smithson de 1967. Smithson decide un sábado cualquiera tomar un ómnibus hacia Passaic, su ciudad natal, un suburbio deprimente de Nueva Jersey. Lleva una cámara Instamatic para inmortalizar su viaje. Smithson interpreta el paisaje industrial, en términos estéticos, como ruinas capaces de alcanzar la inmortalidad del monumento. Con ese texto se inaugura una nueva manera de entender lo pintoresco en la tradición paisajística norteamericana y un hico en lo que se llamó “escultura en campo extendido”. Durante tres días Goldenstein fotografía en estado de hipnosis: playas vacías, calles vacías, casas vacías. Si por pintoresco se entiende aquella naturaleza idealizada, sublime y singular, Goldenstein va a contrapelo. Los bañistas hundiéndose en la arena, las sillas de mimbre apiladas en equilibrio precario, el lobo de mar cual Coloso de Rojas recauchutado, todo está a años km de una idea formal de la belleza, pero a la vez comparten cierta cualidad escultórica. Parecen decir: podemos convertirnos en chatarra abandonada o en ruinas ilustres a las que se visita con devoción, quizás a veces seremos una y a veces otra, puesto que la suerte es mudable y caprichosa.

Chak Chak Alberto es hijo único, nació en 1951. Su mamá era hija de rusos, la menor de siete hermanos, la única argentina; su padre era un rumano que viajaba pm comercio a la Patagonia, a veces por aire, otras por tierra. Alberto lo acompañaba en los viajes en auto; recorrían el trayecto que va del Valle del Río Negro hasta Esquel y como apenas se detenían a cargar nafta, el chico adquirió, desde la ventana del acompañante, la sensación de que el mundo estaba ligeramente escorado.

Chak Chak Fotografiaba en su mente y, mientras lo hacía, pensaba en Walken Evans, pero con idea de lo fallido. Entendía el error como algo positivo: “El error es el estilo; lo demás es cita”, diría más tarde. Al usar fotografía analógica, Goldenstein no podía ver el resultado de su tour marplatense, pero de vuelta en Buenos Aires, reveló las fotos y se enfrentó al material. No entendió nada. Lo que veía no se correspondía del todo con lo que venía haciendo. Se lo mostró al artista Marcelo Pombo. Una vez más, una voz que vino de afuera lo empujó en la dirección correcta. Pombo le dijo: “Esto va a traer cola”.

Chak Chak En Mar del Plata hay sólo dos estaciones: el invierno y el verano. En invierno la gente se encierra en sus casas; en verano sale, ventila las habitaciones, se prepara para recibir a los bárbaros. Alberto volvió a Mar del Plata casi diez meses después, en diciembre de ese mismo año. Esta vez, la ciudad parecía un hormiguero pateado. Colas infinitas de autos, una legión de turistas sudorosos que desaparecían bajo las carpas, gente como tortugas desovando en la orilla del mar. Un nido humano salpimentado con arena sucia, tan espeso que una cucaracha se quedaría pegada.

Chak Chak Así como Kenia le pertenece a Isak Dinesen o General Villegas a Manuel Puig, un lugar le pertenece para siempre a aquel que lo reclama con más fuerza, lo recuerda mejor, lo exprime, le da forma, lo ama tan radicalmente que lo reinventa a su imagen.

Chak Chak Lo sé todo era una enciclopedia coleccionable que Alberto miraba de chico. Los fascículos traían unos dibujos berretas y coloridos que ilustraban las leyendas, las fábulas y las historias mitológicas. Ese siempre ha sido el filtro con el que Alberto saca sus fotos: su serie marplatense como ilustraciones de un mito para generaciones futuras. En Mar del Plata, el estilo de Alberto encuentra esa relación entre la forma y el contenido, esa correspondencia entre lo que el fotógrafo quiere decir, su asunto —o él mismo—, y los poderes que posee. El ars poetice de Alberto se sintetiza: desarrolla una forma de arte más zumbona, desintegrada y coloquial.

Chak Chak “El gran asunto es moverse”, escribió Robert Louis Stevenson en Viajes en burro. Un equipo de neurólogos norteamericanos sometieron a un grupo de viajeros a un encefalograma y comprobaron que los cambios de paisaje estimulaban los ritmos del cerebro y contribuían a la sensación de bonhomía. El desierto patagónico que Alberto conoció de chico no es de arena o de piedras, sino un matorral bajo de arbustos espinosos. A diferencia de los desiertos de Arabia, este no ha producido ningún desborde espiritual dramático, aunque sí ocupa un lugar en los anales de la experiencia humana. Darwin juzgó irresistibles sus cualidades negativas. Decía que esos eriales yermos se habían apoderado de su mente con más fuerza que cualquier otro prodigio que hubiera visto en sus viajes y se preguntaba por qué. En 1860, Hudson intentó contestar la pregunta de Darwin y llegó a la conclusión de que quienes fatigan el desierto patagónico descubren en sí mismos un bienestar primigenio y algo que las fotos de Goldenstein transmiten, probablemente, sin saberlo: serenidad y consuelo (nunca en primer plano, es algo que ellas dan por lo bajo).

Chak Chak Voy a radicalizar la apuesta, se dijo Alberto, voy a fotografiar Buenos Aires. Empezó a viajar en colectivo, iba y venía, pero no pasaba mucho. Entonces entendió que lo que necesitaba era un cambio de posición. Compró una escalera de aluminio de cuatro peldaños y salió a la calle. La plantó en la vereda, subió uno o dos escalones y, con ese ínfimo desplazamiento, produjo un punto de vista nuevo. No buscaba un gran efecto. Tiempo después alguien le contó del Speaker’s Comer de Londres, un rincón de Hyde Park donde uno lleva su banquito o escalera, se para sobre él y, desde ahí, dice lo que tiene que decir, da su punto de vista. Alberto trabaja con el punto de vista: “Es algo físico”, dice.

Chak Chak Las fotos urbanas de Goldenstein parecen decir: “Ustedes no son osa cosa que un punto de cruce entre hilos que los trascienden, que vienen no se sabe de dónde y van no se sabe adónde y que incluyen a todos los demás habitantes de esta tierra”. Corno fotógrafo ambulante que es, Goldenstein se entusiasma con aquello que Baudelaire llamó la vida moderna”, pero él no es un dandi, porque el dandi es un capitalista que considera que la delectación se da sólo a través de los objetos bellos, y estas fotos tienen una capacidad misteriosa de integración y absorción, digieren alegremente este mundo sin armonía, heteróclito y vivo. San Agustín decía: “Llegué e comprender que, aunque las cosas superiores fuesen mejores que las inferiores, la suma total de la creación ce mejor que las cosas superiores por sí solas”. Goldenstein mira la ciudad sin categorías estéticas; en sus fotos, las cosas pertenecen a una misma jerarquía: el afiche sucio, el peno solitario, la estatua prepotente, las avenidas no del todo rectas, algunos pedazos de calle que sobran, esos lugares que el catalán lgnasi de Sola-Morales llamó terrain vague. Cosas que parecen desconecradas entre sí y que a la vez están unidas por una misma comience oculta. ¿Cómo logra esa atmósfera que integra lo desintegrado? Me resulta imposible de explicar, salvo mediante un poema de Mark Stand que dice “Cuando camino / parto el aire / y siempre / vuelve el aire / a ocupar los espacios / donde estuvo mi cuerpo./ Todos tenemos razones / para movemos./ Yo me muevo / para mantener las cosas juntas”.

Chak Chak A pesar de ser un artista de lo real, a Goldenstein el estrecho uniforme del racionalista lo pincha bajo las axilas. Él necesita perderse dentro de la realidad. Si reconoce que se mareó lo suficiente, que se diluyó, que se acercó más a las cosas, que se mezcló más, que las fotos son más retorcidas que las anteriores. Eso, me dice, es bueno. Después de tantos años ha llegado a una filosofía personal y todo le que fotografía proviene de ese lugar. No hay ninguna foto que haya sacado en estos últimos tiempos que no forme parte de su obra. Todas son fruto de una misma causa. Hasta la foto de la factura de monotributista que tiene que mandar a la AFIP la saca como artista fotógrafo.

Chak Chak La materia, el tema, está en el menor; el estilo, en el interior. El secreto de Goldenstein es tener un estilo, pero no ser prisionero de él, y por eso, es más fácil definirlo por lo que evita que por lo que efectivamente hace: sus fotos no se someten a una batería de naderías visuales ni están cargadas de exhibicionismos, no alardean de sus defectos ni fingen accesos de lirismo, no sugieren portentosos significados y, sobre todo, no abogan por nada, tienen en sí una neutralidad contemplativa. Las fotografías de Goldenstein son impresiones accidentales que dejan una huella duradera en nuestra sensibilidad. “La memoria no retiene mas que lo que ha captado al sesgo”, decía E. M. Bornee Quizás por esa cualidad de “sesgo”, una de las marcas más persistentes en estas fotografías es el encuadre levemente inclinado. El movimiento es mínimo, pero produce un ligero vértigo. Es el ángulo de visión de la persona que está de paso, más que el de la persona que se detiene. Uno camina por una plaza, en especial si hay gente y barrancas, y ve un Goldenstein; uno ve chicos jugando en un muelle, en especial si tienen la piel muy dorada y los cuerpos en estado de gracia con un suave erotismo, y ve un Goldenstein. No es que su estilo sea fácil de imitar, sino que sus imágenes han metido el dedo en el tejido de una atmósfera tan reconocible que lo, que la vida se acerque al arte como cuando uno ve gotas de pintura sobre una superficie y la mente dice “Pollock” antes que “salpicado”. Todo funciona de manera asintótica; la curva se aproxima a la recta, pero jamás se toca.

Chak Chak Un alumno le preguntó una vez qué cámara había utilizado para tomar cierta fotografía y Goldenstein contestó que esa pregunta en equivalente a preguntarle a un escritor con qué máquina había escrito la novela. Para Goldenstein, “la cámara es un electrodoméstico”.

Chak Chak En el verano de 2011 se compró una cámara digital y se fue a Nueva York. Paró en el Chelsea Hotel con sus ventanas guillotinas atascadas, la moquette mohosa, las pinturas mal colgadas en el pasillo. Casi treinta años después, volvía al país donde se había convenido en fotógrafo. Salió a la calle, puso en automático la chitara y sacó al mito “Mar del Plata 2001”. Ya no usaba escalera, estaba en un high natural. Nada asociaba tan claramente con la palabra ciudad como los muros desnudos y los huecos de las ventanas por donde se podían ver el estacionamiento, los edificios abandonados, las escaleras de emergencia, las intersecciones sórdidas. Hablaba con el pasado. Lo que le interesaba era recordar en el sentido español de la palabra. “Recordar” como sinónimo de “despertar”, como se usaba antiguamente en las regiones rurales de España. Cuando la abuela se iba a dormir la siesta, le pedía a su nieto, recuér.dame a las tres”, o bien al desayuno, le preguntaba a la madre “¿El niño ya recordó esta mañana?”.

Chak Chak Las fotos de Goldenstein tienen ese efecto 3D que treinta años atrás vio por primera vez en las copias de Ansel Adams. Las texturas, las capas de información, las profundidades expolian al ojo incluso en las imágenes más equilibradas. Y aunque todos los elementos están activos a la misma vez trabajando juntos (no se puede sacar ninguno, porque se caería todo), la alquimia de sus mejores imágenes se da en el color y, por supuesto, en sus tonos. Es el color lo que les otorga a las fotos el vigor elástico. Goldenstein podría decir como Delacroix: “Dame lodo, haré con él carne de mujer de un color delicioso, con tal de que me dejen elegir los colores que aplicaré alrededor”.

Chak Chak Un amigo me contó que una vez Goldenstein dio una charla en el Malba. “Una charla es una forma de decir; en realidad, no recuerdo que hablara”, me dice. “Sólo me acuerdo del Chak Chak del carrusel de diapositiva y de Goldenstein sobre el proscenio, de espaldas al público, de cara a las imágenes que se proyectaban gigantes sobre la pantalla; se parecía un poco al hombre frente a las nubes en el cuadro de Friechich, ubicás? Sólo que este tipo no se enfrentaba a nada muy sublime que digamos, más bien se paraba frente a cosas medio cualquiera: los aspersores de una plaza, o un cartel que parecía la nada y aun así te transmitía algo rarísimo; parecía decirte, sin decido, que el misterio del mundo es lo visible y trivial, no lo invisible y ominoso. Para mí fue como estar frente a un profeta, un profeta mudo. Tiempo después me enteré de que su segundo nombre era Isaías”.

Chak Chak Muditá, para el budismo significa “alegría comprensiva”. Muditá es una satisfacción pura par el bienestar ajeno que no está atravesada par el interés propio. Una dicha altruista. Las focas de Mar del Plata, las de Buenos Aires, las de Brasil, las del under porteño de los años noventa, las de Central Park, las de Miami, incluso las de los bosques en los que Goldenstein se ha aventurado últimamente, comparten una energía celebratoria del mundo. En Norteamérica fue la antena trascendentalista la que mejor sintonizó la frecuencia. Aquel grupo que renovó, hacia mediados del siglo XIX, el estudio de los panteístas orientales pasados por Kant y postuló la inspiración perpetua y la tendencia innata hacia el bien universal. Emerson, su figura central, preconizó que toda la humanidad era una sola cosa, unida por medio de una conciencia común. Las fotos de Goldenstein tienen algo de esa mente satelital que todo lo equipara, tienen algo de Walt Whitman también en su canto al hombre moderno, en su exaltación del cuerpo eléctrico y el mundo material (“Pasé una vez por una ciudad muy populosa, grabando en mi cerebro, para uso futuro, sus espectáculos, su arquitectura, sus costumbres y sus tradiciones”); y en sus últimas incursiones en la naturaleza, en esos juegos infinitos de verde, Goldenstein tiene algo de Thoreau (“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente”). No se si Goldenstein conoció la literatura trascendentalista estando en Estados Unidos, si los leyó, si siquiera escuchó hablar de ellos. Quizás sólo estuvo ahí y captó las señales que traía el viento, y con eso bastó porque Boston era la cuna del movimiento.

Chak Chak El departamento de admisión en riguroso: a Nesop se entraba a comienzas de año. Recién llegado, Alberto pidió una excepción a mitad del semestre, y tal vez porque había que llenar el cupo latino, hicieron la vista gorda. El director de la escuela en persona lo entrevistó y su pregunta inicial estaba destinada a romper el hielo —¿por qué la fotografía y no otra cosa, era la primera de una anillaría sacada de un manual de mercadotecnia, pero la respuesta de Goldenstein fue tan precisa que ahí mismo el director dio por terminado el asunto y lo dejó entrar. “¿Qué respondiste?”. Se rasca el mentón, sus ojos color cerveza miran por la ventana. “podes creer que no me acuerdo”, dice. “He vuelto a esa escena un millón de veces en mi cabeza. ¿Qué habré dicho? Me encantada recordarlo dado que fue la respuesta que ene abrió las puertas a codo lo demás. Pero es la respuesta de mi vida y no me la acuerdo, de una artillería sacada de un manual de mercadotecnia, pero la respuesta de Goldenstein fue tan precisa que ahí mismo el director dio por terminado el asunto y lo dejó entrar. “¿Qué respondiste?”. Se rasca el mentón, sus ojos color cerveza miran por la ventana. “Podés creer que no me acuerdo?, dice. “He vuelto a esa escena un millón de veces en mi cabeza. ¿Qué habré dicho? Me encantaría recordarlo dado que fue la respuesta que me abrió las puertas a todo lo demás. Pero es la respuesta de mi vida y no me la acuerdo”.